TÉ DE MENTA
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La calle que atravesaba el pueblo de 300 habitantes era de tierra.  De noche la caminábamos hacia arriba y hacia abajo, haciendo una parada en el centro.  Allí había un bar. Yo pedía té de menta y lo saboreaba lentamente. Nunca olvidé aquel sabor.
El lugar se llama Puerto Pirámides. Está en una península que puede recorrerse en un día. Dicen que las tierras se vendieron a extranjeros y que los argentinos que vamos allí de vacaciones tenemos que transitar con permiso.
En las costas, descansan lobos, elefantes, leones marinos, en harem y con sus crías y los turistas pueden observar sus conductas curiosas desde lejos. Varios carteles advierten que no hay que quedarse entre el mar y esta fauna marina, porque, si se asustan, van en estampida hacia las profundidades donde se sienten más seguros y arrastran todo lo que encuentren a su paso. El tema a tener en cuenta es que pesan entre 400 y 1000 kilos, de modo que no hay modo de salvarse.  Los carteles no dicen todo eso, claro. Eso lo cuentan los habitantes del pueblo.
Esos enormes animales se agrupan en grandes familias. Los machos se enfrentan y dan pelea si quieren ser los jefes de un harem. Las lobas descansan y juguetean con sus crías, mientras se entabla una feroz pelea entre ellos, de la que sólo uno saldrá ganador. Sin embargo, el jefe no podrá proteger a sus cachorros de la ferocidad de la orca. Los animales viven al margen de las rigurosidades del tiempo cronológico. Sólo haría falta protegerse en el horario del crepúsculo de su ferocidad instintiva. Pero los lobos marinos no saben de puestas de sol ni nada de eso.
Algunos días íbamos a la playa a bañarnos y tomar sol. El calor invitaba a caminar con los pies bañados por la ola al ras. No vimos crestas enormes de esas que se parecen a una cucharada colmada de espuma, porque el mar estaba cálido y sereno.  Una tarde recorrimos la costa a paso lento. Llegamos a una cueva cuando el sol brillaba débilmente, antes del ocaso. Entré sintiendo el misterio de esa cavidad oscura que, en otra época del año, es reparo de ballenas preñadas que dan a luz allí a sus crías.
Había un negocio de camperas, gorros, remeras y recuerdos de Puerto Pirámides a la salida de la playa. El dueño pasa largas jornadas atendiendo turistas todos los veranos. Es un hombre práctico. Vive de eso. Sin embargo, entorna los ojos al narrar la llegada de las fieles visitantes. Cuando se acerca la época del año en que recalan en la costa las ballenas, los del pueblo nos mantenemos despiertos por las noches. El primer sonido cortado y profundo de la respiración de la primera es una experiencia casi mística. Los otros, pingüinos, lobos, elefantes y leones, hacen las veces de coro en el silencio profundo de este lugar en el mundo donde está prohibido alterar el maridaje de ese canto y la música del mar.
 Creo que es esa prohibición, ese tabú social de silencio en Puerto Pirámides que lo convierte en el escenario ideal para ese té de menta saboreado lentamente en ese bar sobre la calle de tierra en el centro de ese pueblo de 300 habitantes como broche de oro para el paseo de la noche. 

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