Maternidad


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Yo era muy jovencita y la idea de ser mamá era para mí un objetivo seguro. YO QUERÍA SER MAMÁ, sin medir las consecuencias. Consulté entonces a una médica que me dio un diagnóstico de esterilidad que tendría que tratar en caso de querer quedar embarazada. Lo tomé como la señal que me marcaba la pertenencia a mi raíz: mi madre, antes de quedar embarazada de mí, también había recibido un diagnóstico igual.
No pasó mucho tiempo. Mis pechos crecieron y tomaron un color terrozo. Mi cintura se modificó. Y luego de la clase de danzas, me recostaba sobre una mesa de café y me quedaba dormida. Una antigua amiga se reía y me decía: “¿No estarás embarazada?” Me costó dar crédito a esa hipótesis.  Yo, sin embargo, tenía más apetito y dormía todo el día. Pero me resistía a realizar cualquier movimiento que confirmara o negara las palabras de la profetisa.
El sueño no cedía y decidí que tendría que hacer una consulta médica. Hacía más o menos 15 días que había dejado mi trabajo con la firme decisión de tomarme un mes hasta volver a recorrer distintas redacciones. El nombre de mi ginecólogo era Celestino y recuerdo que me conminó a que me hiciera un test de embarazo. Lo hice y pocos días después recibí una felicitación de parte del mensajero que me dio un apretón de manos y una sonrisa de oreja a oreja. No salí corriendo a contarlo. En cambio, entré en un bar – “La cigüeña” -, me senté y pedí un té. Necesitaba procesar la noticia.  Creo que esta experiencia fue la que me permitió distinguir alegría de felicidad. Si sólo hubiese sentido alegría, habría corrido a contarlo y cantarlo a los cuatro vientos. La felicidad, en cambio, me iluminó la vida. Y ese instante fue para mí profundo e intenso. Una epifanía. Lo viví como un verdadero milagro. Después, llegó la alegría.

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